Democratización de la propiedad de las empresas públicas

José Joaquín FernándezJosé Joaquín Fernández

Vendamos el 51% de las empresas y el resto que se distribuya gratuitamente entre los costarricenses.

Por José Joaquín Fernández

En el ámbito de la Economía, no hay ningún argumento que respalde la existencia de empresas públicas; por el contrario, los fundamentos teóricos desaconsejan su subsistencia. El destacado economista y premio Nobel, James Buchanan, al desarrollar la teoría del public choice, concluyó que el funcionario público tiende, por naturaleza, a ser ineficiente e ineficaz, pues administra recursos ajenos que no son fruto de su propio esfuerzo.

Esta conclusión no es solo teórica; la evidencia empírica a nivel mundial la confirma. Por ejemplo, el informe “Bureaucrats in Business” (1995) del Banco Mundial revela que los burócratas obtienen peores resultados en el manejo de empresas que el sector privado, mostrando que la gestión estatal suele estar por debajo del nivel de eficiencia que puede alcanzar la iniciativa privada. Nos dice el informe “[los] gobiernos se desempeñan menos bien que el sector privado”.

Si bien algunas empresas públicas reportan ganancias, esto no contradice la teoría sobre la ineficiencia del sector estatal. Todas las empresas públicas operan bajo algún tipo de protección frente a la competencia: monopolios, oligopolios creados por ley, o restricciones explícitas. Gracias a estas protecciones, es sencillo ocultar ineficiencias simplemente incrementando los precios de los bienes o servicios ofrecidos, lo que permite reportar utilidades sin que ello signifique una buena gestión administrativa.

La verdadera rentabilidad de una empresa se demuestra cuando logra generar ganancias en un entorno de libre competencia. La experiencia histórica global demuestra que ninguna empresa pública ha sobrevivido tras perder su protección y enfrentar la competencia real.

Independientemente de lo que nos dice la Economía, como bien señala la Doctrina Social de la Iglesia, el Estado no debe intervenir cuando el sector privado puede suplir eficientemente una necesidad.

Por todo lo anterior, es fundamental considerar la venta de todas las empresas públicas en Costa Rica. Sin embargo, esta privatización debe ser estratégica y transparente, evitando a toda costa que la venta de activos beneficie a intereses particulares o cercanos al poder político.

De manera concreta, propongo la privatización de empresas públicas bajo el concepto de “democratización de la propiedad de las empresas públicas” con el fin de generar beneficios directos para toda la población costarricense, incluyendo al fisco.

La propuesta

La iniciativa “democratización de la propiedad de las empresas públicas” consiste en los siguientes pasos:

  1. El 51% de las acciones de cada empresa pública se vendería a un solo comprador mediante una subasta pública transparente.
  1. El 49% restante se distribuiría, de manera gratuita y equitativa, entre todos los ciudadanos costarricenses mayores de edad. Cada persona recibiría 20 acciones por empresa pública que quedarán registradas formalmente en la Bolsa de Valores. 
  1. Simultáneamente, se realizarían los siguientes cambios estructurales:

a) Las empresas públicas se convertirían en sociedades anónimas regidas por el derecho privado, lo que modernizaría su gestión y permitiría una operación mucho más ágil y competitiva.

b) En el caso de las empresas públicas que operen bajo monopolios, monopsonios u oligopolios creados por ley, se derogarían dichas leyes y se eliminarían todas las barreras de entrada al mercado de modo que se asegure una verdadera libre competencia que estimule la innovación, la inversión, el crecimiento económico y la generación de empleo.

c) Se desregularía la Bolsa Nacional de Valores para hacer más accesible la libre compra y venta de acciones de modo que se empodere a los ciudadanos para que dispongan de su propiedad como mejor les convenga en el mercado accionario.

Ante la pregunta frecuente de por qué no entregar el 100% de las acciones a la ciudadanía, la respuesta es pragmática: repartir toda la propiedad entre cinco millones de costarricenses haría imposible lograr acuerdos efectivos para la administración de las empresas, lo que podría generar incertidumbre sobre el futuro de la empresa y con ello depreciar su valor. En otras palabras, ¿cómo harían los cinco millones de costarricenses para ponerse de acuerdo con el nombramiento de la nueva Junta Directiva y de sus nuevos administradores? Al vender el 51% a un solo comprador, se asegura la toma de decisiones administrativas de manera ágil y eficiente, mientras que los recursos obtenidos por el fisco pueden destinarse a reducir la deuda pública o financiar el cierre de entidades estatales que ya no son necesarias.

Ser propietario significa tener un título que lo acredite, recibir utilidades cuando existan y poder disponer libremente de esa propiedad. Al distribuir el 49% de las acciones entre todos los ciudadanos, se materializa el ideal de que las empresas públicas realmente pertenecen al pueblo, permitiéndoles conservarlas para recibir dividendos, utilizarlas como garantía, venderlas o heredarlas a sus seres queridos. Además, ofrecer 20 acciones por empresa a cada persona facilita la gestión de su patrimonio, permitiendo la venta parcial y, con ello, una mayor flexibilidad financiera.

Algunos objetan que los ciudadanos puedan vender libremente sus acciones. Estas personas creen que algunos derrocharán sus acciones. Lo anterior puede ser cierto porque es imposible que todos sepan administrar correctamente sus bienes. Sin embargo, la verdadera democracia y respeto por los derechos individuales radica en permitir que cada persona decida libremente qué hacer con su propiedad, incluyendo las acciones recibidas como fruto de la democratización de las empresas públicas.

Beneficios de la propuesta

La democratización de la propiedad de las empresas públicas ofrece una oportunidad única para enriquecer con capital accionario a toda la población costarricense sin que sea necesario aumentar la carga tributaria. Este proceso no solo permitiría incrementar el patrimonio de todos los costarricenses, sino que también contribuiría a una mejor distribución de la riqueza nacional, ayudando a reducir la desigualdad y fortaleciendo el tejido social del país. Al mismo tiempo, el fisco recibiría recursos frescos significativos que bien podría destinar al pago de la deuda pública, aliviando la presión fiscal sobre las futuras generaciones.

Además, la apertura de los mercados donde operan las empresas públicas estimularía una mayor inversión privada, generando un ambiente competitivo donde los trabajadores talentosos de las actuales empresas públicas serían altamente valorados y buscados por las nuevas compañías interesadas en operar en el país. De esta manera, los salarios dejarían de depender de privilegios y se ajustarían en función de la productividad real, incentivando el esfuerzo y la excelencia. La eliminación de barreras de entrada a los mercados crearía nuevas empresas y con ello nuevas fuentes de empleo lo que permitiría a los consumidores acceder a productos y servicios de mayor calidad a precios más accesibles.

El Estado, por su parte, también resultaría beneficiado porque el aumento en la actividad económica y la formalización de nuevas empresas elevarían la recaudación de impuestos, como por ejemplo renta y valor agregado, fortaleciendo así las finanzas públicas. Finalmente, la democratización de la propiedad de las empresas públicas impulsaría el desarrollo de un mercado de capitales robusto y transparente, convirtiéndolo en una fuente alternativa de financiamiento y ahorro para todos los costarricenses, al igual que sucede en las economías más avanzadas.

Entre la corrupción y la ineficiencia

Muchos afirman que la ineficiencia típica de las empresas del sector público obedece a que están sujetos a muchos controles que no poseen las empresas privadas.

Esta postura ignora que se imponen controles a las empresas públicas para evitar la corrupción. Sin embargo, al poner controles cada vez más estrictos para combatir la corrupción, se termina por arrebatar la flexibilidad indispensable para tomar decisiones ejecutivas ágiles, provocando así una cadena de ineficiencia e incompetencia.

Por otro lado, si se les retira esos controles a las empresas públicas, dejando a los burócratas libres de supervisión, se abre la puerta a la corrupción más desmedida, pues ningún funcionario público es ajeno a las tentaciones e intereses personales. Prueba de ello es el lamentable caso de la Corporación Costarricense de Desarrollo (Codesa), donde la falta de controles permitió que la corrupción alcanzara niveles insostenibles, perjudicando gravemente al país. Por lo tanto, es claro que las empresas públicas en todo el mundo están atrapadas en un dilema irresoluble: ineficiencia y corrupción.

La democratización de la propiedad de las empresas públicas debe acompañarse de apertura de los mercados

La libre competencia es el mejor mecanismo para garantizar la innovación permanente. Cuando existe un entorno competitivo, la única manera que tiene una empresa para aumentar sus ganancias es innovando y mejorando la eficiencia de sus procesos productivos. Cuando los mercados están protegidos por la legislación, se rompe la necesidad de innovar y de ser eficiente. Es decir, un mercado competitivo premia al que trabaja mejor. Por el contrario, en los mercados protegidos, gana más el mejor amigo del gobernante.

La libre competencia fomenta el bien común porque premia al innovador, al emprendedor, al visionario, al que trabaja con excelencia y al que invierte responsablemente para satisfacer las necesidades reales de sus clientes. Este sistema impulsa el progreso y la justicia.

Incluso en el ámbito social, la libre competencia promueve la equidad. Un emprendedor que discrimina por género, raza, religión o nacionalidad se perjudica a sí mismo: limita su acceso al talento, reduce su eficiencia y pierde competitividad. En cambio, quien contrata con base en mérito y capacidad, fortalece su empresa y su impacto positivo en la sociedad.

El gran error de ciertos procesos de privatización, como ocurrió en Argentina durante la década de 1990, es que se vendieron empresas públicas sin desmantelar los monopolios ni abrir los mercados a la libre competencia. Esta decisión fue el terreno fértil que desembocó en la profunda crisis argentina a finales del siglo XX. Al mantener intactos los monopolios, esto provocó abusos de precios contra los consumidores y además se eliminó cualquier incentivo para invertir, generar empleo e innovar lo que causó un estancamiento productivo que afectó a toda la sociedad.

El gobierno argentino, en ese entonces, prefirió privatizar las empresas públicas sin romper los monopolios ni abrir los mercados, en una jugada claramente orientada a maximizar el precio de venta, sacrificando el desarrollo económico y social del país. Es innegable que una empresa con posición monopólica puede venderse más cara porque el monopolio permite fijar precios excesivos y con ello obtener rentas extraordinarias. Sin embargo, vender sin promover la competencia solo engorda las arcas estatales, a costa de frenar la inversión, impedir la creación de empleos de calidad, ahogar la innovación y limitar el crecimiento salarial basado en la productividad. Esta visión perversa termina perjudicando gravemente el bienestar de toda la nación.

Los gobiernos no deben buscar políticas que maximicen el nivel de recaudación fiscal porque el objetivo de la sociedad no es trabajar para pagar cuanto capricho se le antoja al gobernante.

Algunas de las empresa públicas que debemos privatizar son: el Instituto Costarricense de Electricidad (ICE), el Instituto Nacional de Seguros (INS), la Refinadora Costarricense de Petróleo (Recope), la Fábrica Nacional de Licores (Fanal), la banca estatal (Banco Nacional, Banco de Costa Rica, Banco Internacional de Costa Rica y el Banco Popular), Radiográfica Costarricense (Racsa), Correos de Costa Rica, la Compañía Nacional de Fuerza y Luz (CNFL), el Banco Central de Costa Rica (BCCR), el Sistema Nacional de Radio y Televisión (Sinart), e Instituto Nacional de Aprendizaje (INA), las universidades públicas (UCR, UNA, TEC, UTN), etc.

Apostar por esta propuesta no solo empodera a la ciudadanía, sino que también abre las puertas a una Costa Rica más justa, eficiente y próspera para todos.