Estamos entrando en una etapa peligrosa del experimento democrático mundial. Una etapa en la que todo lo que hace o promueve el Estado es percibido como urgente, inminente y, por definición, “bueno”; mientras que todo aquello que surge del esfuerzo empresarial -sin subsidios ni favores públicos- es recibido con desconfianza.
En este clima cultural, ser empresario se ha convertido en sinónimo de evasor fiscal, explotador laboral o destructor del medio ambiente. Paradójicamente, los burócratas de carrera o los empresarios que viven del presupuesto público -aunque no innoven ni generen valor real- son celebrados como “servidores del bien común”.
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Esta inversión moral de valores es más que un simple error de percepción. Es una distorsión peligrosa que altera los incentivos, castiga la productividad y premia el parasitismo. En lugar de fomentar una economía basada en la creación de riqueza genuina, se promueve una economía rentista, clientelar, sostenida por la narrativa del Estado salvador.
Si esta tendencia continúa, las consecuencias no serán solo económicas, sino también culturales y políticas. Porque una sociedad que castiga al productor independiente y glorifica al burócrata dependiente, es una sociedad que se encamina a la mediocridad permanente.
