Dado que el gasto público es ineficiente e ineficaz per se, su tamaño como porcentaje del PIB debe reducirse al mínimo necesario.
Por: José Joaquín Fernández.
Sin entrar en mayores detalles, la Economía enseña que cuando operan libremente las fuerzas del mercado, las tasas de crecimiento son las más altas posibles y la tasa de desempleo será la más baja que se pueda lograr. Cuando suben los impuestos, o se incrementa la intervención del estado, o crece el gasto público como porcentaje del Producto Interno Bruto (PIB), ¿qué impacto tiene esto sobre los niveles de crecimiento económico y de generación de empleo? Si su impacto fuese negativo, entonces la participación del Estado en la economía debe ser mínimo.
La Economía, y en particular la Escuela del Public Choice, (Elección pública) nos demuestra que el gobierno es ineficiente e ineficaz per se. Esto quiere decir que el gasto público, y los impuestos para financiarlo, tienen un impacto negativo sobre las tasas de crecimiento de la economía y sobre la creación de empleo. Como corolario, para generar un crecimiento económico máximo y reducir el desempleo a su nivel más bajo posible, el tamaño del sector público como porcentaje del PIB debe lo más pequeño posible. Más adelante veremos como la teoría de la elección pública es corroborada por la evidencia empírica.
Lamentablemente, los gobernantes y el público en general creen que el gasto público no tiene impacto negativo sobre el crecimiento económico ni en la generación de empleo. Muchos políticos reconocen que el Estado se encuentra en una situación de ineficiencia, pero creen que esto es algo coyuntural que se puede resolver. Estos políticos creen que lo importante no es reducir el gasto público, sino enfocarse en lograr la eficiencia del sector público de modo que su tamaño no tenga impacto negativo sobre el bienestar. Esta creencia errónea de que el Estado puede ser eficiente se refleja en declaraciones como las hechas por Rodrigo Chaves cuando fuera candidato a la presidencia de la República: “Costa Rica es un país rico, pero mal administrado”.
Quienes abogan por hacer al Estado eficiente están afirmando implícitamente que las fallas de la administración pública obedecen a factores coyunturales y no estructurales. “El problema son las pulgas, no el perro”, dicen quienes defienden a la intervención del gobierno en la economía, sea por medio de regulaciones o con la existencia de programas o entidades gubernamentales.
Otros piensan que la ineficacia del gobierno radica en el sistema político. Unos promueven un sistema parlamentario en vez de uno presidencialista. Otros impulsan un Estado descentralizado y federado como el suizo creyendo que eso logrará la eficiencia deseada en el sector público. Es decir, para muchos la eficacia del sector público se logrará una vez que cambiemos de modelo político.
Algunos piensan que el problema es que hemos elegido a malos gobernantes y que, por tanto, eligiendo a mejores políticos lograremos un Estado eficiente. O bien, otros creen que el problema radica en malas leyes y que reformándolas, el gobierno logrará, finalmente, llevar un mayor bienestar del que se puede lograr mediante la libre competencia y la libertad económica.
Lamentablemente, la ineficiencia del sector público no es un problema coyuntural. La Economía enseña que la eficiencia y eficacia del sector público no se puede lograr reformando la legislación, ni introduciendo la más alta tecnología, ni eligiendo a nuevos gobernantes, ni reformando el sistema político, ni transformando al gobierno en uno digital. La Economía nos enseña que el problema de la ineficiencia del sector público es estructural.
¿Por qué el sector público es estructuralmente ineficaz e ineficiente?
El sector público es ineficiente e ineficaz per se por varias razones. La primera es que nadie cuida mejor que aquello que se ha ganado con esfuerzo propio. No es lo mismo un emprendedor que ha sacrificado el tiempo a su familia, horas de sueño y sus ahorros para montar su negocio, que un burócrata al que simplemente colocan al mando de una entidad en el sector público para administrar recursos que no le pertenecen ni que se ha ganado con su esfuerzo. Un funcionario púbico jamás podrá igualar la sana administración, ni el cuidado, del agente privado que maneja recursos obtenidos con su propio esfuerzo. Debemos reconocer que este celo que tiene el sector privado para cuidar y administrar su propio patrimonio no se puede transferir al burócrata con ninguna ley.
Además, el emprendedor tiene visión de largo plazo. Ya sea que emprenda una actividad comercial con fines de lucro o bien una actividad solidaria sin fines de lucro. El emprendedor quiere ver su actividad crecer y, cuando opera en un mercado de libre competencia, se ve obligado a cuidar de su clientela o a sus patrocinadores. Caso contrario incurrirá en pérdidas, reducción de su participación en el mercado o ahuyentará a sus patrocinadores.
Por el contrario, el burócrata que ha sido designado al frente de una entidad pública tiene una visión de corto plazo pues sabe que solo permanecerá, a lo sumo, cuatro años en su cargo. Por tanto, el burócrata no tiene ningún incentivo para cuidar la clientela, en innovar, ni en ver la empresa crecer. Lo anterior requiere esfuerzo y este no vale la pena si no se recibirá retribución. El burócrata no pierde nada ni verá una reducción en su salario si la entidad que tiene bajo su mando despilfarra recursos o no brinda buena atención al ciudadano.
Peor aún, los incentivos bajo los que opera estructuralmente el funcionario público no solo promueven la ineficiencia e ineficacia, sino que incentivan la corrupción. Dado que los jerarcas de las entidades públicas, colocados ahí por el gobierno de turno, estarán en su cargo durante el breve periodo de tiempo, el incentivo es a aprovecharse de todo lo que se pueda, mientras se pueda.
Un empresario no puede darse el lujo de contratar a cualquiera que no esté calificado para el cargo. Por el contrario, un burócrata tiene todo el incentivo de contratar y hacer negocios con sus amigos y familiares, aunque no estén ni calificados para el cargo ni para hacer negocios con las empresas y entidades públicas.
La idea de que el funcionario público no tiene el mismo celo que su homólogo en el sector privado para administrar eficientemente los recursos lo podemos ilustrar siguiendo a Milton Friedman en su libro Free to Choose. Usemos una tabla para ver las cuatro distintas posibilidades que tiene una persona para gastar el dinero. Cuando Ud realiza un gasto, Ud puede gastar su dinero o el de otra persona. Además, cuando Ud realiza una compra, puede comprar para Ud o bien para otra persona.
Gasto en mi | Gasto en terceros | |
Gasto mi dinero | I | II |
Gasto el dinero de terceros | III | IV |
Cuadrante I: Es cuando Ud gasta su propio dinero en su propio negocio y en Ud mismo. En este caso Ud tiene el máximo incentivo para ser eficiente y eficaz. Ud busca la manera más barata para lograr el objetivo deseado y de sacar el máximo valor posible por el dinero invertido. Lamentablemente, el funcionario público ni del gobernante pertenecen en este cuadrante.
Cuadrante II: Es cuando Ud. gasta su propio dinero en otra persona. Por ejemplo, cuando le compra un regalo a otra persona. Ud tiene el incentivo de economizar en el sentido de no gastar innecesariamente pero quizá no ponga tanto celo en comprar aquello que rinda el máximo valor por su compra.
Cuadrante III: Cuando Ud gasta el dinero de un tercero en Ud mismo. Es el caso de viáticos, por ejemplo. Ud tenderá a gastar todo el presupuesto sin preocuparse por economizar. Sin embargo, dado que el gasto es para Ud, si habrá incentivo de sacar valor a los gastos. Siguiendo con el ejemplo de los viáticos, Ud saca valor cuando gasta los viáticos en aquello que a Ud. le guste.
Cuadrante IV: Es cuando Ud gasta el dinero de terceros en terceros. En este caso no hay incentivos ni para economizar ni en sacar valor a los gastos. En este cuadrante, se incentiva el despilfarro y no hay motivación para gastarlo en aquello que el destinatario desea.
El burócrata opera en el cuadrante IV. Este recibe dineros de terceros (la persona que ha sido coaccionada para pagar impuestos) para gastarlos en terceros (los usuarios de los servicios públicos). El burócrata no tiene incentivos de hacer buen uso de los recursos cuando alguien recibe un dinero de un desconocido para que sea gastado en otro desconocido.
El caso del cuadrante IV se agrava si tomamos en cuenta que el burócrata cobra una comisión por la intermediación y administración del erario. Como dice el adagio, “quien parte y reparte, se lleva la mejor parte”. Por tanto, el funcionario público no solo carece de incentivos para administrar los recursos de manera eficiente, sino que, peor aún, tiene incentivos para llevarse la mejor parte.
Lo anterior explicaría por qué el funcionario público tiene sobresueldos y privilegios laborales que crecen todos los años mientras que la calidad del servicio es mala y no mejora. Lo anterior también explicaría por qué estos privilegios y sobresueldos no son práctica común en el sector privado. Además, esto también explicaría porque, sea en Costa Rica o el resto del mundo, el salario promedio del burócrata es superior a su homólogo del sector privado.
Otra razón del por qué las entidades públicas son ineficientes e ineficaces per se es porque no existe, como en el sector privado, un vínculo entre el precio del bien y el salario de quien produce ese bien. Como bien señala Murray Rothbard en su libro “For a New Liberty”, “Inherente a toda operación gubernamental existe una grave y fatal separación entre el servicio y el pago, entre la prestación de un servicio y el pago por recibirlo”. En otras palabras, el salario del funcionario público está desligado de su desempeño.
En la empresa privada que opera bajo libre competencia, un mal servicio se traduce en menos ventas que se pueden traducir en despidos o en menores salarios. Por el contrario, no importa el mal servicio que brinde el funcionario público, esto no afectará los ingresos de la entidad pública por concepto de impuestos y, por ende, no se reflejará en los salarios. El mal servicio del funcionario público no se convierte en amenaza de despido porque el mal trato no afecta los ingresos de la entidad pública.
El burócrata no sufrirá nunca las consecuencias de sus malas decisiones administrativas porque siempre tiene la posibilidad de trasladar sus errores, negligencia o actos de corrupción, al contribuyente o al consumidor. ¿Para qué un funcionario público se va a esforzar en hacer las cosas bien si es más fácil cubrir cualquier error administrativo aumentando los impuestos o bien solicitando a la autoridad reguladora de precios que aumente el precio o la tarifa del servicio público? La inexistencia del vínculo entre precio del bien ofrecido y el salario estimula la ineficiencia e ineficacia.
Podemos concluir entonces que la corrupción, la ineficiencia y despilfarro del sector público no es consecuencia de la falta de voluntad política, o de la mala elección de los gobernantes, sino de la naturaleza misma del burócrata que administra recursos que no se han adquirido con el sudor de su frente. No es que el funcionario público sea mala persona sino que, como dice otro adagio, “en arca abierta, hasta la justo peca”.
El Public Choice
Otro argumento para entender por qué los gobiernos son ineficientes e ineficaces per se lo encontramos en la teoría económica, en particular en la Escuela del Public Choice (Elección pública). Esta escuela de pensamiento fue desarrollada por académicos como Gordon Tullock, Richard E. Wagner, Robert D. Tollison y James Buchanan. Este último fue galardonado con el Premio Nobel en Economía precisamente por el desarrollo de la teoría de la elección pública.
La teoría de la elección pública enfatiza en los principios de la teoría económica, a saber, del individualismo metodológico y de que todo ser humano, sin importar su condición sea de funcionario público, empresario, sindicalista, consumidor, político, jefe de hogar, etc., tiene como prioridad satisfacer su propio bienestar, antes que el bien común.
Que cada uno vele por su propio interés no significa ser egoísta. Tampoco es algo malo, sino todo lo contrario. Velar por nuestro bienestar es moralmente bueno y necesario. Si cada uno de nosotros no vela por su propio bien, ¿entonces quién lo hará? Una vida responsable implica que cada persona debe velar por su independencia económica. Lo que es incorrecto, inmoral y censurable es velar por nuestro bienestar a costa del prójimo violentando su libertad individual sea por medio del engaño, la estafa, el robo, el fraude, los impuestos o de la explotación del consumidor impidiendo la libre competencia.
Lo que nos dice la teoría de la elección pública es que el funcionario público no es ningún santo en busca del bien común sino un ser humano como cualquier otro cuya prioridad es su propio interés. Lo que nos enseña James Buchanan es que el funcionario público tiene el mismo afán de lucro como cualquier otra persona que labore en el sector privado. La Escuela de la Elección Pública nos enseña que un funcionario público es tan egoísta o solidario como cualquier emprendedor.
Muchos defienden a las empresas públicas argumentando que estas buscan el bien común a diferencia de las empresas privadas que tienen afán de lucro. La elección pública nos enseña que esto es un mito que debemos dejar atrás.
Muchos defienden a las entidades públicas argumentando que estas tienen como fin la solidaridad, a diferencia de los emprendimientos privados que los inspira su propio interés. La elección pública nos enseña que este es otro mito que debemos superar.
Como bien dice Gordon Tullock en el libro Government Failure: A Primer in Public Choice: “Los estudiosos de la elección pública no creen que el gobierno se dedique sistemáticamente a maximizar el interés público, pero asumen que los funcionarios del gobierno están tratando de maximizar sus propios intereses privados. […] Debemos aceptar que en el gobierno, como en los negocios, la gente perseguirá sus propios intereses privados”.
La elección pública nos dice que es un error si se asume la visión maniquea de que el agente privado es avaro y se interesa solo por el lucro mientras que el burócrata está lleno de virtudes motivado por el bien común. Para la elección pública, todo ser humano posee, de manera universal, la misma naturaleza sea consumidor, empresario, sindicalista, extranjero o burócrata. Si creemos que no podemos confiar en la iniciativa privada para lograr la solidaridad porque esta solo busca el lucro, entonces debemos creer lo mismo del funcionario que labora en el sector público. El funcionario público no es ni más ni menos solidario que la persona que labora en el sector privado. ¿Por qué habría de serlo si es el mismo ser humano? Si fuera cierto que la naturaleza del funcionario público fuera la búsqueda del bien común, la solidaridad y la generosidad, pues entonces sería mejor cerrar las cárceles y darles un empleo en el sector público a los delincuentes.
El político y los gobernantes también son seres humanos como cualquier otro. Su prioridad es también su propio bienestar y no el bien común. Por tanto, si le damos poder político a una persona, el pronóstico correcto es dar por un hecho que lo utilizará en beneficio propio antes que lo use en procura del bien común. El interés del político es el poder. Para ello, el político tiene incentivos de impulsar proyectos de ley que beneficien a los grupos de presión que lo lleven al poder antes de promover cambios en la legislación que favorezcan el bien común.
Sabemos que el lobo es carnívoro. No es un error tratarlo como tal. El error es tratar al lobo como si fuera herbívoro y sorprendernos cuando vemos al lobo cazando ovejas. De la misma manera, no debemos culpar al político por buscar su propio bienestar porque esa es su naturaleza como la de cualquier otro ser humano. El error es tratar al gobernante como si su deber fuera buscar el bien común y luego sorprendernos porque este comete actos de corrupción o impulsa políticas en favor de grupos de presión que lo favorecen. Por eso el poder político debe limitarse a su mínima expresión siguiendo la tradición de pensadores como John Locke quien decía que la razón de ser del Estado y las leyes es proteger el ejercicio de la libertad individual; es decir, limitarse a una función de policía.
Una vez que entendemos los principios de la elección pública y la naturaleza del funcionario público y del gobernante, fácilmente comprendemos por qué el crecimiento excesivo de la planilla del sector público, el exceso de privilegios y sobresueldos del funcionario público, la creación de regímenes de pensiones especiales para funcionarios públicos, la cantidad exorbitante de entidades públicas con duplicación de funciones, la creación de tanto trámite que solo sirve para dar empleo innecesario al burócrata, la mala calidad de los servicios del sector público, etc. Es decir, la teoría de la elección pública nos dice que la ineficiencia e ineficacia del sector público es estructural y no un problema de mala administración.
Una vez entendida la naturaleza del funcionario público, comprendemos fácilmente por qué cayó el Muro de Berlín y el imperio de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) como expresión del fracaso de la planificación central, de la ingeniería social, de la intervención estatal y de las entidades públicas.
En resumen, el funcionario público carece de incentivos sanos y necesarios que lo motiven a ser eficiente y no hay legislación posible que pueda corregir esta nociva realidad que se encuentra arraigada en la raíz misma del gobierno. Si a esto le sumamos que el funcionario público carece de los incentivos que provee la libre competencia, tenemos la receta perfecta para el desastre.
Quien cuida al guardián
Otro problema fundamental en el sector público es que carece de un mecanismo que garantice y vele permanentemente por la eficiencia del sistema. La elección pública nos enseña que la naturaleza del ser humano es velar por su propio interés y que esto conduce a la ineficiencia e ineficacia del sector público. ¿Sucede lo mismo en el sector privado?
Adam Smith nos decía que “[N]o es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés”. Cuando las transacciones son voluntarias, la única manera de que cada uno se procure el alimento es ofreciendo algo que los demás desean. Por el contrario, cuando las transacciones con coercitivas, como en el sector público, no existe ningún mecanismo que garantice que los bienes y servicios que provee el sector público sean aquellos que los ciudadanos requieran. Es decir, no hay ni eficiencia ni eficacia cuando impera la coerción.
Por otra parte, cuando las transacciones son voluntarias y el emprendedor opera en un mercado donde los oferentes pueden entrar o salir libremente sin restricción alguna, la competencia funciona como un guardián permanente del control de la eficiencia y la eficacia.
En el sector privado que opera bajo libre competencia, el tamaño de las ganancias va en proporción directa para quien trabaje mejor, invierta mejor y satisfaga mejor las necesidades del consumidor. El emprendedor, trabajando en libre competencia, vive bajo la amenaza permanente de que sus malas decisiones pueden traducirse en la quiebra de su negocio y en la pérdida del capital invertido.
Por el contrario, las entidades públicas no operan en mercados de libre competencia y, por ende, carecen de este guardián permanente que pellizca a aquel que se salga de la ruta de la eficiencia y la eficacia. El sector público se compone de ministerios, instituciones y empresas públicas. Las empresas públicas podrían ser excepción porque operan en mercados donde podría haber competencia. Sin embargo, todas las empresas públicas en el mundo operan bajo privilegios de mercado, sea en monopolios creados por ley o en oligopolios también creados por ley.
Solo la libre competencia y la libertad económica generan los incentivos necesarios para promover el sano uso de los recursos. Solo la libre competencia estimula, de manera natural y sin necesidad de legislación, la contratación del más hábil y del más talentoso sin importar su género, su preferencia sexual, credo, color de piel o nacionalidad. La libre competencia premia al eficiente y castiga a quien discrimine. Solo la libertad económica premia al que ahorra, al que se esfuerza más, al que trabaja mejor y al innovador. Solo con libre competencia garantizamos que se produzcan aquellos bienes y servicios que el consumidor demanda. ¡Lo anterior es bueno! Así debe ser.
Por eso Adam Smith decía en su libro La riqueza de las naciones que cuando cada uno persigue su propio interés en un mercado de libre competencia, opera una mano invisible que promueve el bienestar de la sociedad que nadie planeo. Esto es lo que más adelante F. Hayek denominó el orden espontáneo.
“Ninguno se propone, por lo general, promover el interés público, … únicamente considera su seguridad, … solo piensa en su ganancia propia; pero … es conducido por una mano invisible a promover un fin que no entraba en sus intenciones.”
El bienestar de la sociedad no es producto del diseño del gobernante sino resultado de libertad económica donde cada persona hace lo mejor posible para mejorar su propio bienestar. Esta es una de las ideas centrales de la Economía. El vulgo tiende a creer que la libertad conduce al caos y que por eso es necesario una autoridad (Estado) que ponga orden. Adam Smith nos dice en este pasaje que el ejercicio de la libertad económica conduce, no al caos, sino al mayor bienestar económico y social posible. En el libro Leviatán de Thomas Hobbes, que no es más que una apología del poder absoluto y la tiranía, encontramos la idea opuesta, es decir, la noción de que la libertad conduce al caos y que por eso se requiere de un poder absoluto para que imponga orden.
Si la libertad en sí misma es buena porque conduce a un orden espontaneo, ¿por qué el gobernante desea atrofiar este mecanismo con la creación de entidades públicas, impuestos y regulación? La teoría de la elección pública nos responde diciendo que el gobernante se opone a la libertad económica, a pesar de que conduce al bien común, porque es contraria a sus intereses individual de maximizar el poder político. No hay ejercicio del poder político sin coerción. Esta es la esencia del gobernante. Lo opuesto a la coerción es la libertad. Todos sabemos desde la escuela que nada bueno puede venir del uso de la coerción en las relaciones entre seres humanos.
Literalmente es una bendición que el ejercicio de la libertad individual conduzca al mayor bienestar posible como bien concluyó Smith. Vivir en cualquier parte del Universo sería un infierno si el ser humano tuviera que someterse al yugo de la opresión del gobernante a cambio de prosperidad económica y material.
Empresas públicas
El gobierno es ineficiente e ineficaz per ser. Toda empresa pública es parte del sector público y por ende también las empresas públicas son ineficientes per se. Prueba de ello es que no existe ninguna empresa pública en el mundo que opere en un mercado donde impere la libre competencia. Toda empresa pública que existe en el mundo está protegida de un modo u otro, ya sea bajo la figura de monopolio creado por ley o porque goza de algún privilegio que sirve como barrera que limita la entrada al mercado por parte del sector privado.
A primera vista puede resultar contradictorio afirmar que todas las empresas públicas son ineficientes cuando muchas de ellas muestran utilidades en sus estados de resultados. Sin embargo, estas ganancias son resultado de que las empresas públicas operan en mercados protegidos. En Economía se sabe que toda restricción a la libre competencia produce una pérdida de bienestar que se traduce en menor inversión, mayor desempleo y precios más altos. Cualesquiera que sean las utilidades de las empresas públicas, estas no compensan la pérdida del bienestar.
La evidencia empírica confirma lo que nos dice la teoría. Según el informe “Bureaucrats in Business” (1995) del Banco Mundial, las empresas públicas en todo el mundo son ineficientes. Nos dice el informe: “[los] gobiernos se desempeñan menos bien que el sector privado”. La caída del muro de Berlín y el fracaso del imperio de la URSS donde ni una sola de los cientos de empresas públicas sobrevivió, debió ser prueba suficiente de la ineficiencia de las empresas públicas.
Sin embargo, ¿podrían las empresas públicas llegar a ser eficientes si liberalizamos los mercados donde operan y permitimos que la libre competencia sea el guardián que promueva su eficiencia y eficacia? La respuesta corta es no.
Según los sindicalistas, la ineficiencia de las empresas del sector público se explica por la cantidad de controles a los que están sometidas, pero de los que están exentan las empresas del sector privado. Según esta postura, la reducción o eliminación de controles, como los que existen por parte de la Contraloría General de la República, la Ley de Contratación Administrativa, etc., les permitirían a las empresas del gobierno actuar con mayor agilidad y eficiencia. Con ello, las instituciones autónomas estarían en capacidad de ofrecer a los ciudadanos los bienes, servicios, niveles de calidad y precios del primer mundo. Según esta tesis, mientras existan los controles, las empresas públicas serán como “burro amarrado contra tigre suelto” cuando tengan que competir con las empresas privadas.
Sin embargo, debemos tomar en cuenta que el sector público trabaja con fondos públicos, con recursos que el funcionario público no se ha ganado con esfuerzo propio y que este no sufrirá las consecuencias de una administración ineficiente. Recordemos que la teoría de la elección pública nos advierte que los funcionarios públicos no son ángeles y, por lo tanto, los mecanismos de control son instrumentos necesarios para evitar, en el peor de los casos, la corrupción y, en el mejor de los casos, para evitar una mala administración.
Las empresas públicas hacen inversiones multimillonarias en compra de equipo, en arrendamiento de edificios, o construcción de edificios, y los controles, procedimientos y regulaciones son necesarios para evitar la corrupción y el mal manejo de los fondos públicos. En otras palabras, la razón de ser de los controles a las instituciones o empresas públicas no es obstaculizar su labor sino de evitar la corrupción y buscar un uso sano y menos ineficiente de los recursos públicos. En teoría, a mayor control, menor es la probabilidad de corrupción.
Si por mejorar la eficiencia del sector público entendemos otorgarle los instrumentos jurídicos necesarios para que las instituciones o empresas públicas puedan realizar transacciones sin necesidad de que sean auditadas o revisadas por la Contraloría General de la República, y a otras instancias de control, entonces el resultado no será una mejora en la calidad de servicio al cliente, sino que será la corrupción, y con ello el empobrecimiento y la miseria económica.
Costa Rica ya ha vivido la experiencia de empresas públicas libres de las ataduras de la regulación pública. ¡Ese experimento se llamó Corporación Costarricense de Desarrollo S.A. (Codesa)! El resultado fue uno de los peores experimentos económicos y sociales, y uno de los mayores actos de corrupción en la historia de Costa Rica.
Los controles son como porteros que pretenden “atajar” la corrupción, pero tienen el inconveniente de reducir la agilidad y la flexibilidad necesaria para que las entidades públicas puedan ajustarse a los cambios que exige la dinámica económica en un mundo cada vez más competitivo y globalizado.
En este sentido, cualquier reforma legal o constitucional que supuestamente pretenda reformar a las entidades públicas para liberarlas de los controles para evitar el mal uso de los fondos públicos, no traerá eficiencia sino más corrupción. Si las regulamos para evitar la corrupción, las volvemos todavía más ineficientes de lo que ya hemos visto.
Moralidad y gasto público
Aún suponiendo que los gobiernos puedan ser eficientes, no se justifica su intervención desde el punto de vista moral. No existe razón alguna que el gobierno disponga a la fuerza del ingreso de los ciudadanos (impuestos) para financiar ninguna entidad pública, aunque sea bajo el pretexto de que es por el bien de los ciudadanos, como por ejemplo, el desarrollo del Estado Benefactor. ¿Acaso la Tierra pertenece a los gobernantes para que tengamos que pagarles por vivir aquí?
¿Qué dice la evidencia?
Los estudios empíricos corroboran la teoría de que los gobiernos, las entidades públicas y los burócratas son ineficientes e ineficaces per se. Si el sector público es ineficiente, entonces a menor libertad económica, las tasas de crecimiento deben ser menores y el desempleo mayor.
Mostrar la evidencia empírica de la ineficiencia del Estado tomaría varios volúmenes. Baste aquí mostrar cuatro referencias para que el lector pueda tener una introducción.
El Índice de Libertad Económica que elabora Heritage Foundation es un estudio empírico a nivel mundial que se realiza todos los años y que recoge múltiples indicadores para medir el grado de libertad económica de cada país con el fin de correlacionarlos principalmente con tasas de crecimiento económico e ingreso per cápita. La evidencia es contunde en favor de la libertad económica que muestra una correlación negativa entre tamaño del gasto público, por un lado, y crecimiento económico y tasa de desempleo por otro.
A finales del siglo XX se publicó el estudio The Size and Functions of Government and Economic Growth que muestra las consecuencias del crecimiento del gasto público durante las cuatro décadas siguientes posterior a 1960. Este periodo de tiempo es muy relevante para los propósitos del estudio del impacto del gasto público sobre el crecimiento y las tasas de desempleo por cuanto fue un periodo que el mundo occidental experimentó el más grande crecimiento del gasto público en la historia como porcentaje de su producción. Lo anterior fue consecuencia de la introducción del Estado Benefactor. El estudio concluye, como podemos ver en el gráfico, como el crecimiento del gasto público se ha traducido en una reducción sistemática de las tasas de crecimiento que siempre viene acompañado de un aumento en las tasas de desempleo y en una desaceleración del crecimiento de los salarios.
El concepto de que la tasa de crecimiento cae conforme crece el gasto público como porcentaje de la producción nacional se recoge en la Curva de Rahn, en honor a Richard Rahn quien la conceptualizó.
A partir de la década de 1960, el gasto público como porcentaje del Producto Interno Bruto empieza a crecer como consecuencia de la introducción del Estado Benefactor con el supuesto fin de mejorar los indicadores sociales en salud, vivienda, educación, etc. Según la evidencia, el Estado Benefactor no se ha traducido en mejoras ni en los indicadores sociales ni económicos. Así concluye Vito Tanzi y Ludger Schuknecht en el libro Public Spending in the 20th Century. “En general, se asume que el crecimiento de la productividad en el sector público es más lento que en el sector privado. … El crecimiento del gasto público durante los últimos 35 años [1965-2000] no ha traído mucho bienestar social y económico adicional. … los gobiernos imponen impuestos a sus ciudadanos para poder llevar a cabo programas públicos que deberían aumentar el bienestar de sus ciudadanos. A menos que esto ocurra, parece tener poco sentido reducir la libertad económica individual a través de impuestos más altos para aumentar el gasto público”.
Por eso dice James Buchanan en su libro Democracy in Deficit “Los recursos utilizados por el gobierno son menos productivos que los recursos utilizados por el sector privado, un traslado a un sector público cada vez más grande reduce la productividad general en la economía”. Es decir, si el gobierno fuera eficiente, un traslado de recursos del sector privado al público no tendría que traducirse ni en reducción de las tasas de crecimiento ni en aumento del desempleo.
O como dice Gordon Tullock en el libro Government Failure: A Primer in Public Choice: “Los modelos basados en el supuesto de que los burócratas intentan maximizar su propio bienestar, en lugar del interés público, parecen tener un valor predictivo muy considerable”.
Lo anterior no quiere decir que no existan personas de buena voluntad o que busquen el bien común. Lo que se quiere decir es que no podemos hacer un buen pronóstico de las políticas públicas si partimos del supuesto de que el gobernante o el burócrata buscan el bien común. Es como cuando Ud. sale de su casa y deja puertas y ventanas bien cerradas. Ud sabe que existen personas buenas en la sociedad, pero no es lo que Ud. asume cuando deja su puerta cerrada al salir.
Como hemos visto, los incentivos que genera el sector público no conducen a la solidaridad ni al bienestar económico. Por el contrario, los incentivos dentro del sector público conducen a un crecimiento permanente y obeso del gasto público como porcentaje de la producción en beneficio de la burocracia misma y de los grupos de presión. Lo que la teoría y la evidencia demuestran es que el Estado de Bienestar es en realidad el Bienestar del Estado.
Como bien decía Rothbard en su libro For a New Liberty, “cualquiera que sea el servicio que el gobierno realiza en la actualidad, podría ser proporcionado de manera mucho más eficiente y mucho más moral por empresas cooperativas y privadas”. Aunque el mercado “falle”, la intervención gubernamental solo empeorará las cosas porque su interés no será ni el bien común ni mejorar la eficiencia del mercado como ya hemos visto.
Por eso hay que acabar con los monopolios creados por ley, quitar las regulaciones excesivas, abolir los oligopolios creados por ley, permitir la libre entrada en cualquier mercado, promover el libre comercio, eliminar la mayoría de los impuestos, reducir los impuestos que queden, cerrar la mayoría de las entidades públicas, privatizar todas las empresas públicas, y reducir significativamente el gasto público como porcentaje del PIB. La meta debe ser estimular al máximo la libre competencia para generar los incentivos que promuevan la eficiencia, la eficacia y el desarrollo económico y social.
Por las razones anteriores es que el gasto público como porcentaje del PIB debe ser mínimo y limitarse a las funciones de policía; es decir, al a preservación y protección de la libertad individual frente a los delincuentes siguiendo la tradición del pensamiento político de John Locke.
¡El gobierno es ineficiente e ineficaz per se y por eso debe su participación en la economía, la política y la sociedad civil debe ser mínimo!
Reproducido en el blog “La riqueza de las naciones” que publica El Financiero (Costa Rica).
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